Segundo Premio Certámen Literario I.E.S Figueras Pacheco 2012
La ciudad herida
Estaba
en una ciudad muy lejos de la que había sido mi casa. Nos habíamos mudado a un
nuevo país con esperanzas y anhelos de salir adelante para olvidar los últimos
años de pobreza y desazón en nuestra familia. Mi madre había hecho un gran
esfuerzo para hacer el viaje que soñábamos desde mucho tiempo atrás.
Llegamos
una mañana fría de invierno. La niebla se colaba entre las ventanas de los
hogares de aquella ciudad hundida en sombras. Mi hermano y yo estábamos muy
sorprendidos, la fachada de esas calles no distaba mucho de la que había sido
la nuestra. Nuestra madre intentó tranquilizarnos diciéndonos que la apariencia
no era lo mismo que la esencia. Tras aquel aspecto sombrío y sumergido en
cenizas, se encontraba la esencia, el alma de la ciudad: sus habitantes. No
conoceríamos cómo era la ciudad en realidad hasta que no tratásemos con los vecinos.
Decidí
creer a mi madre. Todavía tenía la inocencia de una niña que no acepta las
utopías como imposibles y que piensa que la maldad solo reside en los villanos
de los cuentos. Mi hermano, un lustro más mayor que yo era más pesimista y le
replicó a mi madre que una ciudad era un lugar, no una persona, y que, por lo
tanto, no podía tener alma. Para él, la muerte de papá había sido una
injusticia. No le había perdonado que arriesgase su vida en una batalla que no
era suya en lugar de quedarse en casa cuidando de nosotros. El día que
recibimos la carta oficial, mamá me explicó que papá tuvo que ir para ayudar a
curar una profunda herida de nuestra ciudad que se resistía a cicatrizar y que
lo hizo lo mejor que pudo pero que hay heridas que resultan muy difíciles de
curar. Cuando me ponía triste recordándole siempre me repetía la última frase
que nos dijo antes de partir: “Aunque mi cuerpo pertenezca a mi país, mi
corazón siempre será vuestro”.
Estaba
un poco nerviosa. Era mi primer día en mi nueva escuela. Mi hermano me había
intentado asustar relatándome los atroces castigos que realizaban los
profesores de aquí: “A los que no hacen los deberes los mandan a una sala
llamada Caína, la del frío eterno, y a los que se portan mal los someten a
torturas inhumanas y muy dolorosas que…” Tan sólo de pensar en las palabras con
que las describió me entra un sudor frío que me paraliza el cuerpo. Me pregunto
de donde sacaría todas esas salas y tormentos porque llevaba mucho tiempo
leyendo una comedia de un antiguo autor italiano cuyo nombre repetía con
exageración como adjetivo.
Paseaba
por aquella ciudad fantasma en dirección a la escuela. Tenía miedo. Estaba
rodeada de personas desconocidas que vagaban a mi lado con la mirada al frente
pero con el pensamiento mucho más allá. En ese momento echaba de menos que
estuviese mi madre a mi lado para poder estrechar su mano fuertemente y sentirme
protegida contra todas aquellas almas errantes y causantes de un ruido
ensordecedor. Pero mi madre no estaba allí y debía de afrontar ese miedo a lo
extraño y continuar yo sola mientras mi madre buscaba trabajo para sacarnos
adelante a mi hermano y a mí.
Mi
hermano no tenía razón porque pregunté a varios de mis compañeros sobre Caína y
me respondían que era el nombre de la nueva cocinera del comedor. El colegio
era un lugar lleno de colores vivos, rojos, verdes, amarillos, azules... cada
rincón transmitía alegría. Los niños corrían de un lado para otro jugando sin
otra preocupación que la de no perder al escondite. Me acordé de lo que decía
mi madre sobre la esencia y la apariencia, allí ambas parecían coincidir...
pero entonces vi que una parte de aquella alma no estaba tranquila sino que
volaba de un lado a otro angustiada, sorprendida, realizando y atendiendo
llamadas y simulando una tranquilidad y paciencia con sus pupilos que las
facciones de sus rostros nerviosos no podían disimular. “¿Qué estará
sucediendo? ¿Por qué no nos lo cuentan? Quizá si supiésemos lo que sucede les
podríamos ayudar a solucionar el problema” me decía a mí misma.
Ese
día llegué a casa desconcertada, a pesar de que los compañeros me trataban como
una más me costaba adaptarme a un nuevo lugar porque recordaba mi viejo colegio
y me preguntaba cómo estarían mis antiguos compañeros y si las vallas rotas y oxidadas las habrían
cambiado por unas nuevas y de colores. Mi hermano disipó mis dudas acerca del
comportamiento de mis maestros y me expuso que esta ciudad había sido reducida
y herida por personas superiores y con el poder de tomar decisiones por todos
nosotros.
-¿Qué
podemos hacer para curarla?- pregunté de inmediato al descubrir que mis
sospechas eran ciertas, nuestra nueva ciudad estaba afectada y necesitaba
nuestro apoyo.
-Nada.
Nada de lo que hagamos servirá para cambiar nuestra situación...- contestó mi
hermano con resignación.
-¡Pero
tenemos que ayudarla! ¡Como lo hizo papá!-grité.
-Cállate
enana, no sabes de lo que estás hablando.
-Está
bien, si tú prefieres cruzarte de brazos, lo haré yo sola. Puede que no sepa la
magnitud de lo que está sucediendo a nuestro alrededor pero trataré de ayudar a
curar mi ciudad en todo lo que pueda como mi padre, que no se rindió antes de
intentarlo.
Llegó el momento y mi hermano entró en razón y
nos acompañó a mi madre y a mí al lugar acordado por todos los que queríamos
cambiar la situación de la comunidad, que era más importante que nuestro
interés individual. De repente, emergió un gran número de personas que como
nosotros estaban dispuestos a elevar sus voces y curar la herida cada vez más
abierta y que dentro de poco sería imposible de cicatrizar. Estaba asustada e
impresionada por la multitud, pero ello no hizo que me quisiera marchar. Había
ido para luchar por lo que le habían dañado a esa ciudad que ahora era también
mi ciudad: el alma. No necesitaba tomar
la mano de mi madre para sentirme segura pero la así y también la de mi hermano
para indicarles que estábamos todos juntos en esto. Desvié la mirada, vi a
compañeros y profesores de mi nuevo colegio y reparé en que todo aquel gentío
era como una sola persona, todos se movían al son de una misma canción en
completa armonía y se dirigían hacia el gigante poderoso que había provocado
esa situación...
Estaba
en una ciudad muy lejos de la que había sido mi casa. Estaba escuchando al
guía que nos explicaba las características de la figura que teníamos enfrente.
Había sido un largo viaje, varias horas de vuelo, de nervios por la reciente
graduación y con sueño por todas las horas de estudio empleadas en el año de
instituto. Estaba impaciente por ir a aquel lugar al que tantas veces había
viajado a través de fotografías y sueños. Tras bajar del avión y dejar las
maletas en el hotel hacíamos una visita guiada por una ciudad en ruinas y
perdida en otro siglo. Así me sentía yo en otra época y en otra mente mientras
el guía continuaba hablando de características y autores. Fue entonces cuando
la vi, una estatua de cuatro metros de
altura de mármol blanco sobre un grandioso pedestal. Era tan monumental y
extraordinario que el hecho de que representara a un humilde niño que venció a
un malvado gigante gracias a su ingenio y una honda me hizo recordar esta
pequeña historia que viví con la edad en la que veía el mundo con ojos ingenuos
pero valientes y decididos a cumplir su destino con los demás. Así recordé el
poder de la razón sobre la fuerza, pues al igual que el pequeño David, los
pequeños habitantes de la ciudad nos reunimos y vencimos al fuerte gigante
egoísta que nos había causado una profunda herida.
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