Jitanjáforas
Hace
varios años, en un lluvioso viaje a Sevilla con los compañeros del instituto,
tuvimos el placer de recibir una charla del escritor Fernando Iwasaki. Este
autor peruano de nacimiento y ascendencia japonesa nos relató, de una manera muy
divertida a la vez que peculiar, diversas narraciones y poemas en el salón de
un hotel escondido en una plaza de la capital andaluza.
De
todo lo que nos contó lo que más me llamó la atención fue un fragmento de la
obra Rayuela de Julio Cortázar. No entendí casi nada. De repente parecía que había
dejado de hablar en castellano. Por su boca sólo emergían palabras armoniosas y
connotativas pero sin posibilidad de hallarlas en el diccionario, pues la
mayoría eran inventadas. Aun así, todos disfrutamos del recital e interpretamos
el texto según las sensaciones que nos producían esas palabras.
Resulta
curioso que años después me vuelva a tropezar con este fragmento en la
universidad. Este segundo encuentro me ha permitido apreciar más el valor literario
del texto sobre todo en cuanto a su eufonía y la intención del autor al recurrir
a este tipo de vocablos tan plásticos. Estas palabras inventadas se denominan
jitanjáforas y también las podemos descubrir en obras como Trilce de César Vallejo.
Para
los curiosos, aquí os dejo el fragmento:
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
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